Simbolismo masónico y herencia renacentista

Simbolismo masónico y herencia renacentista

En la obra La femme bleue, el pintor Jan Van Der Loo nos introduce en un mundo de geometría impecable, figuras enigmáticas y atmósfera suspendida, que resuena con ecos de la pintura renacentista y de la iconografía masónica. La escena no es simplemente una imagen detenida en el tiempo, sino un espacio ritual, construido con precisión matemática, poblado por figuras femeninas que parecen representar distintas etapas del alma en su camino hacia la comprensión o la iluminación. Desde la arquitectura hasta los pliegues del vestido, todo parece cargado de significados ocultos, como si la pintura misma fuese una iniciación visual al misterio.

En el centro de la composición destaca la figura principal: una mujer envuelta en un manto azul que fluye como agua sólida sobre el pavimento ajedrezado. Su gesto introspectivo, tocándose suavemente el abdomen, transmite una sensación de recogimiento interior. El azul vibrante de su tela evoca a la vez serenidad, sabiduría y lo sagrado, recordando no solo la figura de la Virgen María en el arte cristiano, sino también a Sophia, la sabiduría divina del gnosticismo y otros sistemas esotéricos. Este personaje no está aislado, sino conectado a una serie de formas orgánicas que surgen del suelo, como raíces o nervaduras petrificadas que serpentean entre las baldosas. Estas formas, irreales pero vivas, sugieren que la mujer, o su sabiduría está enraizada en algo más profundo y subterráneo: el inconsciente colectivo, lo irracional, o la naturaleza misma.

La arquitectura que la rodea no es menos simbólica. Se trata de una sucesión de arcos blancos y columnas que se extienden en una perspectiva perfecta, conduciendo la mirada hacia un horizonte lejano, casi infinito. El pavimento ajedrezado sobre el que se asientan estas estructuras no es solo un recurso visual: remite directamente al simbolismo masónico, donde este patrón representa la dualidad esencial del mundo: luz y sombra, espíritu y materia, conocimiento e ignorancia. En las logias masónicas, este mismo diseño cubre el suelo del templo, como escenario donde tiene lugar el drama iniciático. Aquí, Van Der Loo lo amplía hasta abarcar todo el plano de la realidad visible, como si nos recordara que la vida misma es ese tablero de juego sagrado.

Pero La femme bleue no se limita a una sola figura. Dos mujeres más habitan este espacio: una completamente desnuda, de espaldas, con largo cabello suelto; otra, más lejana, cubierta apenas por un velo y un tocado exótico. Sus posturas y sus posiciones dentro del espacio parecen representar distintos aspectos de la feminidad o diferentes etapas del alma en un recorrido simbólico. La figura desnuda, ajena a la mirada del espectador, sugiere un estado de pureza o de naturaleza instintiva. La figura más lejana, casi sacerdotal, puede simbolizar el saber oculto, el conocimiento velado reservado a los iniciados. En conjunto, estas tres figuras evocan una trinidad arquetípica: cuerpo, alma y espíritu; o pasado, presente y futuro; o incluso virgen, madre y anciana, como en antiguos sistemas de creencias.

Este uso de la figura femenina como símbolo de conocimiento, tránsito y misterio conecta a Van Der Loo con el arte del Renacimiento italiano, especialmente con Piero della Francesca. En ambos artistas, la serenidad monumental, la proporción matemática y la luz uniforme generan una atmósfera suspendida y casi intemporal. La perspectiva no es sólo una cuestión técnica: es una afirmación del orden universal. En Piero, las arquitecturas clásicas y las figuras casi escultóricas están al servicio de una visión armoniosa del cosmos. En Van Der Loo, esa armonía se repliega hacia lo interior, hacia el alma, sin perder nunca su estructura racional.

La obra opera así en una frontera delicada entre el mundo exterior e interior, entre lo visible y lo oculto. No es una pintura que invite a la emoción inmediata, sino a la contemplación. Como los templos iniciáticos o las catedrales esotéricas, La femme bleue nos exige detenernos, respirar, y dejarnos envolver por el silencio de sus formas. El cuadro no narra una historia; propone un estado mental, una revelación simbólica, como si cada figura, cada pliegue, cada arco fuese parte de una escritura secreta.

Jan Van Der Loo logra aquí una fusión excepcional entre dos tradiciones que raramente se encuentran con tanta claridad en el arte contemporáneo: el orden espiritual y geométrico del Renacimiento platónico y el lenguaje simbólico y ritual de la masonería especulativa. 

 

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